SECCIONES

viernes, 30 de marzo de 2018

Abellán Zamora (y 2)


La abuela Carmen no tenía un físico tan imponente como el de su marido, pues, aunque algo rechonchica, era mucho menos corpulenta que él. Todo lo contrario: en mi memoria aparece pequeñita, de aspecto aparentemente frágil, con una voz poco voluminosa… y la recuerdo vestida de oscuro y siempre risueña. De los rasgos de su cara me acuerdo de sus ojos alegres, de sus mejillas redonditas y prominentes en su continuo sonreír, y de su piel morena y arrugada. Viéndola y oyéndola, parecía una niña vieja o, mejor, una vieja niña. También retengo en mi cabeza su manera de andar a pasos menudos, con los que parecía que iba casi de puntillas, como a diminutos saltitos, parecido a la forma de desplazarse de una de las ancianas tías del personaje interpretado por Cary Grant en Arsénico por compasión.
Era analfabeta, lo normal en aquellos años en que lo era una gran mayoría de la población murciana (sobre todo las clases populares, y más aún sus mujeres), y dedicaba gran parte de su tiempo a rezar, concretamente a rezar rosarios de forma continuada e incansable, como si fuera (creo que para ella lo era) la misión más importante de su vida. Siendo ya mozalbete sentí curiosidad y le pregunté en una ocasión que cuántos rosarios rezaba al día; la cantidad que me dijo, si es que me dio alguna cifra, no la recuerdo, pero deduzco que andaría alrededor de la docena, un número al que se llegaba comenzando por sumar un rosario por cada hijo que había vuelto vivo de la guerra, que daba un total de siete rosarios, pues siete eran los varones de la prole y todos habían regresado indemnes, algo que ella atribuía a sus rezos y plegarias: Mi dulce abuela estaba convencida de haber salvado a sus hijos, ¡a base de rosarios!, de una muerte más que probable. Así pues, siete rosarios por sus hijos, a los que había que seguir sumando, según me fue detallando ella misma, unos cuantos más: uno por su marido, muerto muchos años antes; «otro por tu madre» —refiriéndose a la mía, que también nos había dejado ya—; otro por la vecina fulanita, que estaba ya tiempo enferma; otro por el tío menganito, que había tenido un accidente trabajando en la huerta… En fin, resumiendo, mi abuela rezaba diariamente un rosario por cada hijo y otro por cada persona fallecida, enferma, accidentada o en difícil situación, tanto de la familia más o menos cercana, como de vecinos y allegados en general.
Parecía imposible que de una mujer así, siempre sonriente, como ingenua y cándida, con aquel cuerpecito de aspecto tan frágil y aquella vocecita infantil y cantarina, pudieran salir tantos rosarios, y, también, que hubiera podido engendrar, parir y criar tantos hijos en «buenas condiciones», y ello en una época y lugar en que el índice de mortalidad infantil era terriblemente alto, y la esperanza de vida al nacer, muy baja, desesperanzadora, en unos años en los que tan difícil sería el dar a luz como la posterior crianza de los vástagos hasta que llegaran a la madurez.
Acabando, me vienen a la cabeza también las dificultades que para su propio desarrollo y «educación» hubieron de enfrentar los hijos de aquel matrimonio, aquellos nueve hermanos —siete niños y dos niñas— para quienes no debió de ser nada fácil la vida en una insalubre vivienda junto al Azarbe Mayor, una casa cercana a Murcia, la ciudad que lideraba al país en eso, en insalubridad, y en donde la mortalidad —sobre todo la infantil, ya lo hemos anticipado— arrojaba cifras casi exorbitantes. Allí se criaron los nueve hermanos: malcomiendo (escuché decir a mi padre que tenían que repartirse media sardina entre varios), maldurmiendo hacinados en la pajera —no sé si algunos o todos—, y predispuestos siempre, desde temprana edad, para el trabajo, por desagradable y/o duro que fuese, desde la típica recogida de moñigos siendo muy niños todavía (actividad muy extendida entonces), pasando por las labores agrícolas y ganaderas cuando ya estuvieran más creciditos, hasta los trabajos encomendados a púberes y adolescentes en aquellas tiendas, talleres, fábricas… de primeros de siglo xx que utilizaban mano de obra infantil, muy barata.
Pues bien…, ya acercándonos a la tercera década del siglo xxi, podemos contemplar satisfactoriamente, con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, que de los abuelos José y Carmen (aquella pareja de jóvenes de finales del xix), y tras la primera remesa Abellán-Zamora (sus siete hijos y dos hijas), nacimos otros Abellanes, y de nosotros, otros muchos, y después, más todavía, llegando a una cifra de —no sé con exactitud— unas ciento veintitantas personas con el apellido Abellán entre los dos primeros de su genealogía, una cantidad a la que hay que restar —la poda de la vida— diecisiete fallecidos: los dos del tronco (los abuelos), los nueve de las ramas principales (los hijos) y seis de las secundarias (nietos), pero a la que habría que sumar, para ser justos y completar el actual árbol, a todos aquellos otros descendientes del mismo tronco familiar en los que ya no aparece el primer apellido del abuelo, un número de personas que sumadas a las anteriores dan una cifra que desconozco pero imagino importante, y que están —estamos— en el mundo gracias, sobre todo y en primer lugar, a José Abellán Rosa y Carmen Zamora Oliva.

viernes, 23 de marzo de 2018

Abellán Zamora (1)

Realmente poco sé con seguridad de mis abuelos paternos, José Abellán Rosa y Carmen Zamora Oliva, una pareja de otros tiempos, dos personas que vivieron su infancia y juventud en el último cuarto del siglo xix, pues nacieron a comienzos de la década de los ochenta de aquella centuria de guerras, constituciones y nefastos reyes. José y Carmen «llegaron» a la Murcia de la Restauración —la de Alfonso xii— tras la fallida experiencia de la Primera República, unos pocos años después de ser promulgada la Constitución de 1876, que iniciaba en nuestro país un nuevo período histórico, el del turno de partidos, así denominado por la sucesiva alternancia en el poder de conservadores y liberales, unos años, ciertamente, más estables en lo político aunque aún muy duros en lo económico y social, sobre todo para la gente humilde, como mis entonces jovencísimos abuelos. Casi siglo y medio ha pasado desde entonces.
Me han contado hace poco que los abuelos se casaron (calculo que llegando ya el cambio de siglo) teniendo ella solo dieciséis años, y que el ajuar completo del matrimonio se limitaba a unos poquísimos enseres, a tres concretamente: una cama, una mesa y un legón, que era la herramienta del marido para trabajar como jornalero en lo que se le presentara, y ello (deduzco de lo leído aquí y allá) para cobrar, ¡y solo cuando se le presentara!, un jornal que rondaría los seis reales diarios por doce horas de duro deslome, un jornal que resultaría escaso, mu apretao, pues apenas daría para que la joven esposa empinara cada día en el hogar una olla que imagino muy pobre (basada en las baratas hortalizas y con apenas carne, huevos, leche…), un salario tan pobre que los obligaría a dejar al margen la adquisición de otros productos no tan de primerísima necesidad como la comida, que los condenaría a postergar repetida e indefinidamente otras compras quizás no tanto menos básicas, como alguna prenda de ropa o algún mueble esencial. Echándole imaginación a este asunto del ajuar, además de la cama, la mesa y el legón, supongo a aquella joven pareja de entonces poseedora de unas poquísimas ropas de quita y pon y también de algunos otros utensilios —escasos, desde luego—, como un mínimo menaje de cocina en el que entraría lo imprescindible y poco más: alguna olla, cacerola, sartén…, un par de vasos, otro de platos, y algún cuchillo, cuchara, tenedor…
No conocí personalmente al padre de mi padre, pues murió en 1948, casi tres años antes de que yo naciera. Por no saber de él, ni siquiera he sabido su nombre durante la mayor parte de mi vida; para ser sincero, lo he sabido hace muy poco, y me he enterado de que se llamaba José, como yo. Pero sí supe desde niño —lo oí contar muchas veces— que fue un hombre de talla, y ello contemplado tanto desde un punto de vista físico, debido a su estatura y sobre todo a su fuerza, como desde un punto de vista ético-moral, relacionado con el cual siempre escuché decir que fue honrado, trabajador… muy recto, con un carácter muy serio y, quizás por ello, también, exigente, autoritario.
De su envergadura física me llegaban de vez en cuando de boca de mi padre algunas imágenes e historias que resaltaban lo ya dicho: sus imponentes estatura y fuerza. Lo que más recuerdo es la repetida referencia a que tenía unas muñecas muy grandes: «muy anchas» solía decirme su hijo mientras señalaba con los dedos pulgar y corazón de la mano derecha bien distanciados una amplitud muy superior a la de su propia muñeca izquierda, exagerando la medida con el gesto de no poder abarcarla. Y recientemente, de uno de sus nietos de más edad en la actualidad, me llega otra alusión a la mucha fuerza que había tenido el abuelo. Me cuenta mi primo Clemente que recuerda al abuelo (tuvo que ser ya en el tramo final de su vida, sexagenario, deteriorado…) siempre sentado en una silla baja debido al cáncer de vejiga que acabó con sus días, pero que en sus buenos tiempos —dice que le contaron— su fuerza había sido tal que, a su vuelta del trabajo como carretero, tras desenganchar la yegua —el caballo, la mula…, no sé—, era capaz de coger el carro con ambas manos y levantarlo sujetándolo solamente por los varales.
A mi abuela, sin embargo, sí la conocí personalmente y, aunque no con mucha nitidez en algunos aspectos, me acuerdo bastante bien de ella, pues murió en 1973, cuando, ya nonagenaria y casi ciega, cayó por la empinada escalera de dos tramos que de su vivienda daba a la calle, y en cuyo descansillo la encontraron quienes con ella vivían.
Continuará

viernes, 16 de marzo de 2018

De merienda

Publicado también en LA CALLE, REVISTA DE SANTOMERA, Nº 175 / MARZO 2018
Se acercan las fechas de las meriendas, y en la expectativa —cosas del cerebro— comienzan a acudir a mi mente imágenes que rememoran algunas de aquellas vividas en mi infancia y juventud, que a su vez se mezclan y comparan en el recuerdo con las disfrutadas más recientemente.
Entonces, en los años cincuenta y sesenta, era típico de aquí salir a merendar a algún paraje de los alrededores del pueblo en los días que siguen a Semana Santa, los de la pascua de monas, una tradición que ha seguido manteniendo viva mucha gente de la localidad, aunque ahora de otra manera.
Recuerdo —de niño, de adolescente— las caminatas de ida y vuelta a los alrededores de la rambla, zona de los ocho ojos, acompañadas de ruidoso parloteo, bromas, risas, canciones... por la orilla de la carretera de Abanilla —de muy poco tráfico entonces—, con las capazas que contenían la merienda llevadas en la mano, cada una entre dos personas.
También recuerdo, cómo no, algunos de los juegos que —una vez allí, en los alrededores de la rambla— preludiaban la merienda propiamente dicha, sobre todo de los que practicábamos ya entrados en cierta edad y con las hormonas muy revolucionadas, algunos de ellos «pensados» sobre todo para el regocijo de las parejas de «novios» que comenzaban a formarse en las pandillas. Entre estos juegos no podía faltar el de la comba, en el que las chicas lucían sus lúdicas habilidades motrices, y los chicos, no tan acostumbrados a los saltos y piruetas con la cuerda, sus —nuestras— torpezas.
Me acuerdo —pronto comenzaba— de la extensión de manteles en el suelo, de la sentada alrededor de ellos, en el mismo suelo o en piedras cogidas de los alrededores, y, a continuación, entre dimes y diretes, de la divertida y sabrosa merienda (tortillas, ensaladas, algún conejo frito…), en fin… de lo bien que lo pasábamos los diferentes grupos y pandillas.
E igualmente me acuerdo de algunas bromas típicas realizadas una vez comenzada la ingesta de tan ricos manjares, como romper en la frente de alguien (si era significativo ese alguien, mejor que mejor) el huevo cocido que cada mona solía llevar insertado encima (eran las meriendas para comerse la mona).
Actualmente, un grupo de amigos, siguiendo la tradición, solemos ir a merendar —en coche, ¡faltaría más!— un par de veces en esas fechas. La primera tarde, la del lunes de Pascua, primer día de meriendas, lo hacemos con todo el condumio preparado por nosotros mismos; y la tarde siguiente, la del martes, vamos a un bar o restaurante a que nos lo den todo hecho. Quienes nos juntamos a merendar esos dos días estamos unánimemente de acuerdo en que, comparativamente, no hay color, pues gana con holgura la tarde en que la merienda es aportada por nosotros los merendantes, una magnífica jalanda, abundante y variada en todos sus detalles.
Para que quienes me lean —sobre todo, los que no lo sepan— se hagan una idea aproximada de cómo son estas meriendas de ahora, haré un esfuerzo y trataré de acordarme de los manjares y alguna otra cosa de la última de ellas, la del año pasado.
De aperitivo, acompañando a las primeras cervezas que esperaban bien frías en una nevera portátil con hielo, hubo —¡buen comienzo!— almendras fritas y panchitos, mojama de atún, huevas de mújol y de maruca, buen jamón, ricos y variados quesos, y embutidos (entre ellos, un delicioso morcón —dos en realidad, de dos tipos distintos— y un sabrosísimo tocino).
Una vez precalentados paladares y estómagos, seguimos con unas tortillas de patatas (varias y variadas, de distinta factura: con cebolla, sin cebolla, con guisantes, sin guisantes…), con ensaladas y ensaladillas también diversas (murciana, de alcachofas, rusa, de marisco…), todo ya simultáneamente con un conejo frito con tomate y pimientos, otro con patatas en ajo cabañil y un pollo con tomate.
Y todo ello, por supuesto, bien regado con cerveza —con y sin alcohol— y con distintos vinos, cada uno en su momento: blanco, rosado y tinto (los dos primeros, bien fríos, en cubo de zinc con hielo).
Para el postre, café, coñá y monas de distintas clases y procedencias (con creciente, sin creciente, con huevo, sin huevo…), bien acompañadas de ricos chocolates también variados: puro —diversos porcentajes de cacao—, con leche, con almendras...
¿Y el lugar? Estos últimos años estamos yendo a la zona del pantano, siempre bien apañaos, y no solo de comida como hemos visto, pues, al contrario que antaño, llevamos un práctico y cómodo —todo plegable— mobiliario ad hoc: unas cuantas mesas y unas modernas y cómodas sillas para todos.
Desde luego que ya no saltamos a la comba ni rompemos el huevo duro en la frente del de enfrente, pero un buen rato de amena conversación chascarrillera, estimulada por el alcohol ingerido, y una reflexión sobre «lo bien» que estamos para la edad y las malencias que tenemos, procuran una tarde placentera, relajada, que esperamos casi con impaciencia —yo el primero— que pronto se repita.

viernes, 9 de marzo de 2018

Matar un ruiseñor

Hace ya bastantes años que tomé las primeras notas para lo que ha terminado siendo este artículo, y lo hice tras la experiencia que más abajo les cuento, mucho antes de la fecha de la muerte de Harper Lee, autora de Matar un ruiseñor y amiga de Truman Capote, a quien parece que ayudó en la magnífica A sangre fría, acompañándolo en sus viajes y aportando sus ideas. Pasado el tiempo, la noticia de la muerte de la escritora me animó a contextualizar una entrada para Abonico y seguir con el artículo. Después lo dejé dormir, no sé por qué, y ahora... aquí está.
Poco antes de la muerte de Harper Lee se publicó una segunda obra suya, aunque en realidad, dijeron, fue escrita en primer lugar. Así que Ve y pon un centinela, nombre de esta segunda-primera obra, sería una precuela —mejor, una secuela-precuela— de Matar un ruiseñor, que era la única obra conocida de esta autora hasta no hace mucho, la novela que le dio fama universal, y asunto del que tanto se ha escrito: el ser autora de un solo libro de tanto prestigio.
Con Matar un ruiseñor hice hace ya bastantes años un interesante experimento que suelo recomendar: leí la novela e inmediatamente, el mismo día en que la acabé, vi la película, que, por cierto, ya había visto tiempo atrás. Interesante experiencia.
Buena, encantadora, la novela, y buena, encantadora, la película. Solo una pequeña decepción (suele ocurrir en estos casos de lectura y posterior visionado), ya que, lógicamente, toda la obra literaria no se ve reflejada en la película. Cierto que eso casi siempre ocurre, porque son dos medios, dos lenguajes distintos, y pocas veces —aunque las hay— una versión cinematográfica está a la altura e incluso supera a la obra literaria en la que se apoya, cuando esta es de calidad.
Muy resumidamente
Estados Unidos. Época de la Gran Depresión. En una población sureña, un hombre negro es acusado de la violación de una chica blanca. A pesar de la inocencia del acusado, el veredicto del jurado se ve tan claro que ningún abogado aceptaría su defensa en el caso; solo Atticus Finch (Gregory Peck en la película), un ciudadano respetabilísimo de la ciudad, se atreve, a pesar de los problemas a que se tiene que enfrentar por ello.
Personajes
Scout, la niña de seis años narradora en la novela y menos omnipresente en la película: ingenua y pendenciera (resuelve sus asuntos con los puños), todo lo analiza desde su óptica.
Su hermano, Jem, cuatro años mayor que ella, entrando en una edad en la que se comporta, aunque no siempre, con más sensatez.
Dill, el pequeño redicho y fantasioso, inspirado en Truman Capote (amigo, desde la infancia, de la autora del libro).
Atticus, el padre de Scout y Jem, abogado, persona admirable: un progresista al que en un momento determinado le preguntan si es un radical.
El juez, desdibujado en la película y mucho más perfilado en la novela.
El periodista, Underwood (nombre también de la prestigiosa primera máquina de escribir moderna), curioso personaje que no sale en la película.
Calpurnia, la criada negra de la familia protagonista.
Tom Robinson, el negro acusado injustamente de forzar a Mayela.
Mayela, una chica de la familia Ewel, gentuza de mala ralea.
La familia Radley, con Boo —interpretado en la película por un joven Robert Duval— como personaje misterioso, alrededor del cual gira gran parte de la obra, pero que solo aparece al final.
Y de fondo el problema racial y la depresión de los años treinta en el sur —racista, muy racista— de Estados Unidos.
Un fotograma de la película
Háganme caso, realicen el experimento: lean la novela y vean la película, si no inmediatamente, poco después. Ya me dirán.

viernes, 2 de marzo de 2018

Un gilipollas dentro

«Todos llevamos un idiota dentro», dijo en San Sebastián hace años el actor norteamericano de cine —también productor y director— John Malkovich en una entrevista para el periódico El País (22-9-2008).
Ya entonces su declaración no me extrañó, porque eso, que todos llevamos un idiota dentro, yo ya lo sabía de antes, y lo sabía porque también convivo con un idiota en mi interior; y ojalá mi convivencia fuera solo con un idiota, ¡qué más quisiera! Yo lo hago —malamente: malconvivo— con otros muchos y muy variados «individuos», algunos de ellos, desde luego, indeseables, muy molestos. Así que «¡y yo... más!»: la bolica del mundo.
Hay en mí un imbécil, y necesito aprovecharme de sus fallos. (Paul Valéry, citado por Ignacio Vidal Folch en Lo que cuenta es la ilusión, Destino, pág. 202).
Unas veces más y otras menos, durante toda mi vida he llevado dentro, y llevo todavía (a veces asoman la patita por debajo de la puerta), distintos personajillos que procuro mantener a raya en la oscuridad de mi interior más profundo; así que he luchado y aún lucho con un ingenuo, un miedoso, un hipócrita, un intransigente, un aprovechao, un vanidoso, un cobarde, un intolerante, un racista, un mezquino, un tacaño, un abusón, un perezoso, un maniático perfeccionista...
[...] Eso revelaba al hombre decente que había en su interior y que de vez en cuando se imponía al golfo, al cínico, al vividor. (Ignacio Martínez de Pisón: Derecho natural, Seix Barral, 2017, pág. 286).
Y no soy el único. Estoy convencido de que todos, a lo largo de nuestras vidas, «llevamos», coexistiendo en nuestro interior en más o menos medida y en distintos tipos de equilibrio, «individuos» de todo tipo, o de muchos tipos, capaces de lo bueno y de lo malo (de lo más sublime y de lo más perverso, dirían Les Luthiers), y creo que hay que esforzarse y luchar para que lo bueno (el personaje bueno o la parcela que de él haya en nosotros) se imponga. Y, por otro lado, no hay que dejar salir (o permitirlo mínimamente en el peor de los casos, y dependiendo de en qué asuntos y circunstancias) lo «indeseable» —lo vergonzoso, lo indigno, lo detestable…—, aunque a veces parezca justificado y trate, irresistiblemente, de controlarnos, dejándonos después, tras la faena y por mucho tiempo, incluso para siempre (por lo menos es lo que a mí me ocurre), un terrible mal cuerpo, en un estado lamentable.
Cómo explicar, si no, todos y cada uno de nuestros pensamientos, actitudes y hechos en todos y cada uno de los momentos de nuestra vida.
Todos vivimos con pensamientos oscuros, con fantasías, con deseos… (Naomi Watson, Público, 05-07-2017).